Con la llegada de las Fallas, València vuelve a ser la catedral del fuego y la pólvora, término este último derivado del latín pulvis, pulveris, que significa polvo.
Según algunos estudiosos, las primeras explosiones de polvo fueron observadas por los maestros canteros en el lejano Oriente, cuando las chispas generadas al picar la piedra encendían el polvo vegetal que se desprendía de las grietas de las rocas. Es interesante recordar que en València los antiguos «Mestres coeters», los pirotécnicos, eran conocidos como pedrapiquers, los canteros.
Es bien sabido que el polvo, pulvis, procedente de materiales combustibles puede provocar, bajo ciertas circunstancias, un tipo específico de explosión: la explosión de polvo.
El polvo es simplemente un material finamente dividido que, cuando se encuentra en suspensión en la atmósfera, frente al fenómeno de la combustión, presenta una gran superficie específica expuesta al ataque del fuego, que es directamente proporcional a la velocidad de combustión y a la transmisión de calor. Si esta nube de polvo, por cualquier circunstancia, entra en contacto con una fuente de calor, se desencadena una combustión rápida e incontrolada, a velocidades que superan el sonido, dando lugar a una explosión.
Por el contrario, cuando el polvo está compactado, aunque se le aplique una llama, no se produce la explosión, ya que la superficie específica expuesta al fuego es muy limitada.